Por Guillermo A. Beuchat –
Desde hace varias décadas se ha popularizado la discusión sobre el impacto que la automatización y la Inteligencia Artificial tienen en el empleo. Basta una breve búsqueda en internet y se encuentran miles de artículos, estudios, opiniones, noticias, casos y hasta libros completos que tratan el tema. Digo «discusión» porque aparentemente es materia de opinión, y no es raro encontrar posturas contrapuestas. Algunas de ellas son motivadas por pura razón, otras por emociones, otras incluso por ideologías políticas.
Si analizamos la historia de manera racional, no caben dudas del enorme beneficio que trae para la sociedad la adopción de tecnología, automatización e Inteligencia Artificial. El norteamericano Alexander Winton, quien fabricó y vendió el primer «carruaje sin caballos» impulsado por motor de gasolina en EEUU, escribió un famoso artículo en 1930 en que describe las burlas y la oposición que sufrió de parte de los cocheros e inversionistas de la época.
La irrupción del automóvil constituía una amenaza evidente a su trabajo, por lo que resultaba totalmente comprensible que ellos se opusieran a ser reemplazados por esas máquinas lentas, ruidosas, con fallas mecánicas frecuentes y que requerían ser encendidas girando una palanca. Efectivamente, la gran mayoría de los cocheros perdió su trabajo. Hoy, cien años después, resulta ridículo pensar que la industria automotriz ha «generado desempleo»; por el contrario, ha sido una de las industrias más prolíficas del siglo veinte.
Luego de analizar diversos estudios y también aplicar algo de sentido común, se concluye que la discusión no radica en si la automatización genera o no desempleo. La clave está en el «cuándo». En el corto plazo, es indudable que la automatización y la tecnología pueden dejar algunos desempleados; pero en el mediano y largo plazo, los beneficios para el empleo y la productividad general de la economía superan con creces el shock inicial.
Se ha planteado el concepto de «automatización ética», donde la automatización se implementa de manera gradual y dilatada en el tiempo para suavizar el impacto de corto plazo en el empleo. Pero cabe cuestionarse dicho concepto, pues al retrasar o gradualizar la implementación se está privando a la sociedad de un sinfín de beneficios sólo para cuidar el interés de unos pocos. ¿Es realmente ético ralentizar el proceso de automatización? ¿No sería más ético acaso acelerarlo lo máximo posible? ¿No habrá detrás de la «automatización ética» un cierto temor de los tomadores de decisión a ser impopulares o ser tildados de «insensibles» en las redes sociales? ¿O quizás cortoplacismo y aversión al riesgo de parte de los directivos?
Si bien las respuestas a estas preguntas no son obvias, podemos consensuar tres claros llamados a la acción: a los directivos de empresas, a no titubear con las iniciativas de automatización; a los legisladores, a crear políticas públicas que protejan a los empleados e incentiven la automatización; y a los mismos trabajadores, a capacitarse y prepararse para los empleos del futuro.